Ir a la cocina sin quitarte las legañas
y querer sentir el frío de un buen café con hielo.
Notar la diferencia
entre dos o tres piedras de hielo
porque eres íntimo con las temperaturas.
Apoyar los codos sobre el pollo de la cocina,
pegar un sorbo
y notar como baja por el esófago
algo tan frío
como lo que te duele desde hace tiempo,
pero tangible.
Y cuando te has terminado el café,
te das cuenta
de que solo han pasado dos minutos
y las dos o tres piedras de hielo siguen intactas,
porque no tienes paciencia para nada en esta vida.